Este jarrón nunca fue pensado para manos japonesas. Nació en los hornos de la era Meiji, forzado a exagerar su "japonesidad" —dragones, geishas, fondos dorados— para seducir a Europa y América. Fue, desde su origen, un objeto migrante: un estereotipo fraguado en cerámica que cruzó océanos cargado de prejuicios sobre lo oriental.
Llegó como herencia, un eco silencioso de aquel comercio que cosificaba culturas. Y en una mudanza, mientras buscaba su nuevo lugar en el mundo, resbaló y se quebró. No fue un accidente, sino un eco de su historia: la fractura de una identidad impuesta.
Decidimos repararlo, pero no para borrar sus cicatrices. Usamos uñas postizas de acrílico —símbolo de una feminidad construida y masiva— e impresión 3D —tecnología que desdibaza lo natural y lo artificial—. Cada grieta se suturó con los materiales de un presente transhumanista, donde el cuerpo se expande con prótesis y lo digital modifica lo material.
Esta reparación es un manifiesto: así como el jarrón fue forzado a ser "japonés" para otros, lo obligamos a ser. Las uñas, a menudo racializadas y cargadas de estigmas de clase, dialogan con el dorado imperial del Satsuma. La resina une lo que el viaje partió.
El resultado no es un objeto restaurado, sino un cuerpo migrante mejorado: su historia de fracturas queda expuesta y celebrada. Es la belleza de lo que sobrevive, se adapta y se reescribe —una metáfora de todos los cuerpos desplazados que se reconstruyen con los fragmentos que el mundo les dejó.

